sábado, 31 de diciembre de 2016

Transitar el camino

Ellos circulaban en la ruta. Iban a una velocidad constante. Trataban de no pisar el acelerador ni frenar bruscamente. Evitaban dañarse. 

El paisaje era bello, variado, se sucedían cada una de las estaciones. Verano, otoño, invierno, primavera y de nuevo verano. 

¡El auto parecía tan grande! Y así lo aprovechamos ¡Cuánta gente se subió a lo largo de nuestro camino! Ellos lo hacían más placentero, y en el momento de bajar, algo quedaba en nosotros, o al menos en mí.

Un día, un poco aburrida de la rutina, me puse a mirar el parabrisas. Me llamó la atención su tamaño en comparación al pequeño espejo retrovisor. Es un "seguí adelante pero ojo, cada tanto mirá para atrás". 

El ripio dañaba el automóvil, las piedritas chocaban con la parte de abajo y lo abollaban. Sin embargo eran golpecitos suaves, pero golpes al fin. 

Luego nos topamos con baches, agujeros en la calzada. Con ellos nos dimos cuenta que pasarlos a gran velocidad no servía ya que no solo rompíamos nuestro vehículo, sino que corríamos el riesgo de dañarnos. 

Ojo, no crean que fue todo malo el camino.

También hubo tiempo para viajar con los pelos al viento y con atardeceres que parecían pintados a mano. Pero no eran usuales. Y justamente por eso eran únicos y mágicos. 

Sin embargo, llegó un momento en que la ruta se hizo cada vez más recta. Las curvas aparecían cada cientos de kilómetros, no había puentes y mucho menos lomas de burro cual "despertadores" de conductores dormidos. Nada. Era todo árido. Las plantaciones de los costados completaban este paisaje: girasoles secos, marchitos, apuntando hacia el suelo.

Y de pronto sucede algo inesperado, o totalmente predecible. El auto pierde el control, se acelera sin parar, mientras suena la bocina sin cesar. Se cambia de carril, choca contra el guarray y tumba. 

Una alfombra de vidrios cubre ahora el caliente asfalto.