Llegó el momento
de pararme frente al espejo. Ya no puedo pasar más por delante y hacerme el
desentendido. No suelo detenerme a contemplar y reflexionar, me atemoriza
pensar de acá a un par de días más. Freno el ritmo y me reflejo en los
cristales. Me veo. Veo 1,66 metro de miedo y confusión; unos brazos débiles y
unas piernas cortas; una boca con dientes y labios grandes pero que dicen pocas
cosas; unas orejas prominentes para escuchar más de lo que hablo y por último
están mis ojos: marrones, pequeños pero intensos. Veo ganas de llevarme al
mundo por delante, de vivir cada día como si fuese el último y de no crecer
nunca. Me cuesta mirarme, la culpa y remordimiento me nublan la vista, me
persiguen tanto en los sueños como cuando estoy despierto. Mis ojos perciben
sólo los colores rojo y blanco, mi mirada tiene forma de pelota de fútbol, no
llega más allá de un arco y el horizonte es el barrio de Nuñez. Veo un cuerpo perfecto, tallado por practicar
todo tipo de deportes, con algunos moretones, esguinces, cicatrices y varias
fisuras, “gajes del oficio” digo yo. Veo muchos amigos entre mis brazos que me
sostienen y una familia soñada que me banca todas. Me muevo con rapidez, siento
que estoy perdiendo el tiempo, lo mío no es meditar, sino que actuar sin
importar las consecuencias. Me cansé, me doy media vuelta y me voy. Soy
cobarde, lo se, por eso mi reflejo me persigue como un perro a su hueso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario