A unos kilómetros de la ciudad se encontraba “El
Campo del pilar”, lugar donde se despedían los restos de Bruno. Me acerqué al cajón para terminar de
convencerme de que era real. Fue en ese instante que conocí a aquella persona
que me abstrajo del mundo en el cual me encontraba. Rebeca; mujer de
distinguida presencia, aunque de perfil bajo. Sus ojos llenos de tristeza me
cautivaron como el canto de la sirena a los marineros de Ulises. Me presenté
como el profesor de su hijo y le ofrecí mis condolencias.
Desde esa tarde no la pude olvidar. La busqué en cada
rincón de la vida, la imaginaba entre los murmullos de la gente y en los
sueños, donde era dueño de su presencia.
Una mañana helada de junio murió Roberto Herrera,
hermano de Bruno. La ciudad estaba conmocionada y aturdida. Intenté
personificar una tristeza, pero la alegría de volver a ver a mi amada fue
mayor.
Rebeca estaba sin consuelo, lloraba en los brazos de
su esposo. Esa imagen me llenó de furia pero al ver sus ojos llenos de lagrimas
y dolor, me recordó el fuerte sentimiento
que ella me provocaba. Aproveché el momento en que se sentó en soledad,
me acerqué y la tomé de la mano compartiendo su sufrimiento. Sus finas manos
llenaban de calor mi viejo y estremecido cuerpo, que ahora se sentía joven.
En primavera no solo renacieron las flores y los
colibríes, sino además, la felicidad de este amor. Había muerto Don Herrera. Ya
nadie me impediría estar con mi Rebeca.
Pasamos buenos y dulces meses. Éramos dos viejos
octogenarios viviendo fuera de los límites del amor, un amor que nada ni nadie
podía prohibir… pero con el tiempo sentí que mi plan no obtuvo los frutos que
quise cosechar. Ella ahora era feliz.
Tres muertes en vano, valija preparada, café a medio
tomar y una nota que decía: “Me enamoré de tu dolor, del cual me hago cargo”.
Autoras: Barrios, Celeste; German Rieber, Daiana; Oberti, Milagros.
Autoras: Barrios, Celeste; German Rieber, Daiana; Oberti, Milagros.
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