sábado, 11 de agosto de 2012

Lo que el viento se llevó


Aquellas sabanas viejas con olor a humedad cubren mi cabeza, la respiración se hace cada vez más entre cortada, superficial y rápida. No veo nada. Cierto, estoy tapada. Pero afuera es todo negro, el cuarto esta a oscuras. Una gota de sudor recorre mi frente y el corazón late como un huracán. Mi amiga, con la que estaba durmiendo, esta echa un ovillo: sus manos entre las piernas, sujetándose como si fuese a caer. Candy, entre nosotras, una caniche toy blanca que es como una hermana. Parece que percibió lo que pasaba y comenzamos a sentir un olor medio particular. Risas y más risas, lo único alegre en medio de tanta oscuridad. Pasan los segundos, minutos y otro olor es cada vez más intenso: humedad, tierra mojada. Cierro los ojos con fuerza como queriendo escapar de este horrible momento. Nos abrazamos las tres. Comienzo a sentir corridas, gente que viene y que va, gritos de mis papás. Escucho pero no veo nada. La desesperación nos abraza y comienza a rondar por la casa. Dejo mi guarida, mi escondite y camino sigilosamente, apoyando lentamente cada pie, como pensando cada movimiento. Salgo de la habitación y recorro el oscuro pasillo en donde debo subir tres pequeños escalones. Llego a la cocina y miro en su interior: no hay nadie. Continúo mi marcha y ahora estoy en la entrada principal de la casa: aquí hay una mesa grande de madera con ocho sillas de esterilla a su alrededor. Del alto techo cuelgan dos grandes adornos que se golpean entre sí, y tres carrilones que producen la más maravillosa música producto de tanto movimiento. Por último y principal, está la puerta grande y pesada de vidrio y madera. La gran mesa esta llena de papeles y chucherías, pero de mi familia ni noticia. Miro para todos lados y comienzo a sentir terror. Afuera es todo blanco: la noche se hizo día, el cielo se hizo claro. Esta puerta tan pesada se mueve como un papel, los postigotes del ventanal (que había detrás), bailan al compás del viento. Baja Vane, mi hermana, envuelta en una toalla y comienza a sostener la entrada. De repente siento un frío tremendo que me invade desde abajo: eran mis pies que se estaban mojando por el agua que ingresaba por la puerta. Yo estaba petrificada, como pegada al piso, aturdida. Sin embargo continúo el camino, quiero subir a donde se encontraban mis papás: el living, el calido living con el hogar. Aquel lugar de encuentros familiares, de cumpleaños, pijamadas, con muchos cuadros, recuerdos de vacaciones, adornos de todo tipo y un gran sillón que recorre todo el lugar. Mi mamá estaba allí sosteniendo la puerta de vidrio del balcón ya que habíamos olvidado de cubrirla con los postigones de madera. Sus brazos actuaban como fuertes barreras. Comienzo a subir los primeros dos escalones y escucho el grito de mi papá: “No Dai!!, acá no vengas, quedate abajo”. Así que vuelvo a donde estaba. Me siento en una de las sillas de la mesa y miro a mí alrededor. Este mágico espectáculo está acompañado por un silbido, el silbido del viento que grita sin cesar. No se escucha nada más. No se puede ver más allá. Mis vecinos desaparecieron de escena, se escaparon del plano, no los veo más. Las ramas de los árboles vuelan como hojas otoñales. La casa vibra como queriéndose despegar. El miedo recorre mi cuerpo. A la música de los postigones, el viento y los carrilones  se le agrega un sonido más: el estallido de la puerta de vidrio que sostenía mi mamá. El viento le había ganado. Sus brazos se cubrieron de vidrios y la sangre comenzó a brotar. Era un concierto de sonidos y yo parada en la mitad de la casa, como una espectadora de mi propia película de terror. No podía hacer nada, no me dejaban hacer nada, tenía tan solo 10 años. El susto duró 15 minutos, los minutos más largos de toda mi vida. La casa quedo destruida: muchas tejas volaron, un vidrio exploto y otros tanto se rajaron. La música se fue apagando, los árboles calmando y lentamente nos juntamos. La cola del tornado ya pasó, el miedo terminó, pero el recuerdo siempre quedó.

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